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Knowledge may have his purposes, but guessing is always more fun than knowing .
W.H. Auden
Gaijin es la voz japonesa para extranjero o intruso pero desde la actual fusión de culturas cabe preguntarse ¿Quiénes o qué es realmente gaijin ?
El eje de mi Proyecto es el intrusismo del zen y su capacidad de renovación estética y filosófica en occidente. Lo he realizado en dos líneas de trabajo, de desarrollo simultáneo y complementario: una investigación sobre las vanguardias y otra sobre el lenguaje.
La primera plasma la influencia más o menos sutil del zen en los movimientos artísticos, especialmente de la segunda mitad del siglo XX. La incidencia japonesa es evidente en los nenúfares de Monet, o en las brumas de Whistler; las xilografías de Hokusai e Hiroshige forman parte de Van Gogh, y los Nabis; hay trazos caligráficos japoneses en Miró, Kline, Tapiès, Pollock… Rara vez, sin embargo, se citan estos mismos influjos en tantos otros artistas que trabajan bajo las etiquetas de las distintas abstracciones, el Constructivismo, el Suprematismo, el Stijl, el Expresionismo Abstracto, el Cubismo Sintético, el Minimalismo de los 60, el Conceptualismo de los 70, el Povera de los 80, Neoconceptualismo, Neo Pop… Artistas tan emblemáticos de nuestra vanguardia como Beuys, Mondrian, Matisse, Oteiza, Chillida, Fontana, Mies van der Rohe, F.Lloyd Wright, Koolhaas, Carl Andre, Agnes Martín, Robert Ryman, Ellsworth Kelly, Mark Tobey, Pierre Soulages, Barnett Newman, Sean Scully, Anthony Caro, Clyfford Still, Theo van Doesburg, Twombly, Yves Klein, Schwitters, Michaux, Ben Nicholson…. no pueden entenderse plenamente sin una mirada de soslayo a Japón. Todos ellos, como muchos otros, maman a borbotones del Zen. “Lo japonés” ha sido la autopista central, aunque silenciosa, por la que han circulado muchos de los artistas occidentales del siglo XX.
A las vanguardias americanas, tan decisivas en la segunda mitad del pasado siglo dedico bastantes referencias en este proyecto. Clement Greenberg, como incitador, y muchos artistas con él, se lanzaron a investigar y desvelar un arte nuevo, sin conexiones con Europa. Paradójicamente, su resultado es el mas zen de todas las vanguardias. ¿Por qué? ¿es por la capacidad de penetración del zen en la modernidad? o ¿porque un germen oriental ya estaba en las mantas indias que interesaron a Newman, Rothko y Kelly ?
Las soluciones de otro permiten hallar nuevas soluciones propias, y así en la historia del arte, los viajes, los hallazgos de raros coleccionistas, las visitas a talleres lejanos, fueron siempre portadores y trasmisores de aires nuevos.
Mi segunda línea de trabajo gira entorno a la escritura y el viaje. Ambos forman parte de este Proyecto en un proceso paralelo de investigación que introduce por asimilación algunos elementos de la estética Zen en mi obra.
Este proceso comienza en 2001, cuando para intentar captar el alma, me pinté un autorretrato de primerísimo plano en el que hasta se me entreveía debajo de la piel. Se titula, Buenos días. ¿Dónde estoy? ¿Quién soy?
Fue un trabajo inútil, o útil al fin, pues me hizo comprender que no podía llegar al alma sin responder las preguntas que me había impuesto en el título y para ello opté plásticamente por aparcar mi maniera realista y volver a otras formas más libres de expresión.
Los interrogantes de este autorretrato me sumergieron en una introspección o meditación, por un cierto sendero oriental con el que topé cuatro años antes, preparando unos retratos de personajes del Kabuki para otra exposición.
¿Por qué Oriente?. Desde mi primer viaje, Japón me ha intrigado y marcado como pocos sitios, lo Zen forma ya una cierta parte de mí y conectadas por la mecánica implacable del subconsciente surgen las necesidades de depurar mi ortografía artística y de aligerar lastres vitales. No hay ejercicio estético impune.
Se habla hoy mucho de Zen, e intuyo que con bastante imprecisión. No me interesa esa espeleología orientalista. No estoy preparado para hacerla con rigor. Llaman mi atención algunas intuiciones sobre su estética, especialmente del signo y el lenguaje escrito y los he hecho mas patentes en esta segunda parte que se ha convertido en el disco duro de todo el Proyecto.
Los textos y el uso de palabras o signos existen en mi obra como paisajes de palabras –wordscapes–, siguiendo una tradición que nos es familiar en el arte japonés, pero que fue también utilizada en la cultura egipcia, sumeria, hitita, o en la mística judía. El poder de la palabra reside no solo en su significado sino en la forma y combinaciones del significante.
Las palabras se descomponen en trazos, líneas y dibujos para renacer como un todo visual independiente. Se produce una equiparación y coexistencia muy japonesa entre pintura, escritura y poesía. Me interesa la dialéctica entre signo y gesto, entre el jeroglífico codificado y la pincelada asemántica. Al encadenar gesto y signo pretendo que el jeroglífico se deshaga en garabato y que el gesto cristalice en icono.
En la cultura de masas contemporánea, la iconografía visual de imágenes prevalece sobre la palabra escrita por la fuerza que le otorga la velocidad de su comunicación y aprehensión. Más que luchar contra este predominio de imágenes sin escritura, opto por utilizar la propia escritura como soporte para crear una imagen visual, a menudo ajena a su significado, escritura que funciona como estímulo del proceso de creación de conceptos y como punto de partida para el desarrollo de la imaginación del observador. Se crea así una obra abierta, cuyo hermetismo de significado potencia paradójicamente la imaginación del observador, quien puede participar en el último desarrollo de la obra situándose en el “espacio vacío” fundamental en la filosofía y estética zen.
Materiales nimios, de desecho, o briznas de papel adquieren significado, junto a palabras y grafismos, ya que son la energía de la tierra, tan poderosos como el peso de un acento o la última curva en la pincelada de un caligrama. Como en un antiguo koan que descabalga al monje zen de su asumido valor, así el uso de recortes de cartón, tizas, y sobras de la nada en estas obras me recuerda la diferencia entre valor y precio entre realidad interior y realidad impuesta.
Frente al ruido, el zen busca el silencio para comprender, para penetrar en la realidad de las cosas; los materiales sencillos (maderas, papel, piedras), pero cuidadosamente trabajados; la atención a las formas y los detalles menores aislados en espacios de apariencia yerma.
Esto me llevó a algo tan central para el zen como es el concepto de vacío. Es un termino de difícil traducción del que dice Kawabata: “no se trata de vacío occidental, es más bien lo contrario, un universo del espíritu donde todo se comunica libremente con todo, rebasando límites”. Par lograr el vacío se debe eliminar lo superfluo que interfiere y distrae e ir a lo sencillo y esencial.
En pintura, se busca atraer la sugerencia del espectador para que al final quede integrada en la obra del artista en ese espacio aparentemente vacío. Surge ante los ojos de espectador una pintura, ahora también un poco suya, que cautiva su atención, hasta hacerle formar parte de ella, aunque sea por un segundo. Esta concepción me interesa, y con ella, prosigo hoy mi caligrafía.
Me acerca también al Zen su entendimiento de la naturaleza. Su aproximación humilde, que desea aprender, poniéndose a ras del polvo del suelo y sin tratar de imponerse a ella. Sólo mirando cara a cara a la naturaleza barruntamos qué somos. Frente a la aparatosa realidad virtual me refugio en la naturaleza menestral.
¿Qué persigo con este paso de mi pintura por el depurativo oriental ?
Vislumbrar lo infinito en lo intrascendente, como en la ceremonia del té. Esto me permite retornar al espacio espiritual, al papel casi religioso del arte. Creo que el quehacer de los artistas permite dar algo más de esperanza a la condición humana. De paso, el zen me permite reaccionar contra ciertas conductas artísticas que me parecen reprobables, los excesos de muchos neos , el arte de consumo rápido, de usar y tirar, o el de todo vale porque escandaliza o vende.
Frente a la tentación de la hiperactividad o la huida hacia delante, el zen me hace optar por estarme quieto delante de objetos nimios e insignificantes, para comprenderlos mejor y esperar que la idea y las acciones apropiadas surjan por sí mismas. Utilizo el arte como vía de conocimiento, no como juego estético. La llamada estética del Zen se convierte inevitablemente en via ética.
Quiero terminar con tres referencias, aparentemente inconexas:
Dicen los científicos que las mismas leyes que se aplican a la melanina en la piel de la cebra o el leopardo rigen a la agrupación de las gigantescas galaxias de estrellas, en formas alargadas o en núcleos. Es la sincronicidad que ahora descubren los científicos pero que ya avanzaron los taoistas hace mas de dos mil años. Se enuncia “como es arriba; es abajo”. Es la empatía y sincronicidad con el todo. Por eso en el tao y el zen tienen tanta importancia el aparente azar y la observación de la naturaleza. En esta concepción el objeto del artista es captar el KI (Chi, en chino) que conforma a los seres animados e inanimados, para explicarnos la realidad del cosmos en constante mutación.
Mi segunda referencia son las palabras de Francis Bacon a Silvester cuando explicaba que para pintar un retrato se guiaba por una mancha producida por azar en la tela. De ahí desarrollaba el retrato. Deduzco que Bacon buscaba atrapar en el aire, las vibraciones del retratado, su KI, y las transmitía al lienzo. Por eso son tan verdaderos y tan contemporáneos sus retratos. ¿No es acaso oriental esta concepción?
La tercera es de Le Corbusier. Al final de su vida se retiró a una cabaña de madera, hecha por él, en el bosque. El maestro del racionalismo arquitectónico, de cristal y hormigón, volvió como un monje ermitaño a la simplicidad de la naturaleza.
¿No son las manchas de melanina, la técnica de Bacon y el final de Le Cobusier profundamente zen? ¿Quien o qué es hoy gaijin?
Manuel Valencia. Diciembre 2003
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Cuando un hombre cabalga de noche a través del desierto y por alguna razón –quizás el sueño– se distancia de sus compañeros y, temeroso, desea reunirse con ellos, dicen que oye voces de espíritus que le hablan e incluso le llaman por su nombre. Es frecuente que esas voces le separen del camino y de sus amigos a los que nunca vuelve a encontrar. Muchos viajeros hallaron así su perdición y muerte .
Marco Polo
Templos, puestas de sol, garitos, pagodas, contrabandistas, desiertos en llamas, sake frío, un Rolls Royce por las curvas de la Costa Azul, narguiles, rascacielos, derviches, el viejo ceramista de Kioto, amaneceres, un santuario silencioso en Persia, el ruido de Sao Paulo, el enigma de Beijin, las noches de Shangai, estepas, un café de Marrakesh, miradas, callejuelas, ministros, música , lobos, petróleo, los zapatos de un guitarrista en Tánger, sátrapas, canales, peces del Mediterráneo, puertos del Báltico, zapatillas floreadas, princesas tímidas y un insólito Pernambuco. Recuerdos todos de Manuel Valencia, el viajero que oyó las voces de los espíritus y al seguirlas no encontró la muerte sino la soledad y en ella su propia esencia.
Manuel Valencia es un ser que viaja; siempre Gaijin, siempre extranjero, hasta de sí mismo. Hay momentos en los que se pregunta ¿Estaré yo muerto con este ajetreo sin pausa? Para pronto descubrir que moriría si en aquello que le es familiar echara raíces porque la lentitud y el silencio que busca están en el movimiento, en el viaje solitario, en la extrañeza constante .
Sólo como intruso puede llegar a ser él en sí y es por esto que Japón le engancha e hipnotiza porque En ningún otro país se ha sentido tan perplejo. En ningún otro país se ha sentido tan desnudo y a merced sólo de sí mismo.
Japón es hoy el Oriente de Manuel Valencia y el enigma interior que orienta sus pasos artísticos. Porque más allá de orientalismos vanos, Oriente es el nacimiento del ser, es ese brillo inmaterial de las perlas creado por sucesivas capas intangibles y transparentes.
Desde un Japón que solo aparece en los mapas de la geografía íntima del artista, Manuel Valencia trata de comprenderse, comprendiendo el Japón que subyace en los artistas que fueron conformando las vanguardias y con ellas la estética del siglo XX y aún de este XXI que comienza entre titubeos y catástrofes .
Desde la estética zen y en diálogo empático con el arte y con su biografía, prosigue el camino sin ruta que le marcan las voces de los espíritus en un proceso de depuración y crecimiento artístico y personal que comienza hace unos años al descubrir, como Ucello, que los cuerpos de sus retratos, más allá de la realidad que detenta la mirada, no eran sino carcasas vacías. Este descubrimiento que en el florentino desemboca en un nuevo desarrollo de la perspectiva y la composición apersonal, lleva a Valencia hacia la otra dimensión del color, los volúmenes y la geometría que le permite retratar no ya objetos sino emociones y procesos.
La obra Gaijin tiene algo de automatismo interno, Manuel Valencia se guía por una intuición plástica que le encamina al cuadro formalmente autosuficiente de Kandinsky en el que la necesidad interior, tanto del artista como de la obra misma en un todo independiente, da como resultado una armonía cerrada que es el retrato último de un instante, de un sonido, de un sentimiento.
Los dibujos y collages de Manuel Valencia beben del constructivismo ruso, Schwitters, Ruscha y siempre Matisse, una constante en la obra del artista. Esbozan arquitecturas y tokonomas, buscan de nuevo la tridimensionalidad del plano, reflejan antiguos kimonos y a veces desean con Rothko extender sobre sus fronteras la niebla para habitar en el espacio. Manuel Valencia hace homenajes a los artistas que admira pero no se trata en este caso de unirse a la corriente del Apropiacionismo en el Arte sino de experimentar y profundizar en caminos que siguen siendo válidos para consolidar desde ellos el suyo propio.
Y no olvidemos el viaje con el que comenzamos, el viaje como seña de identidad de este artista cuyo estudio es un espacio extenso que cruzan sucesivas habitaciones de hotel y mesas plegables de aviones transoceánicos. Sus cuadros nacen en cuadernos trufados de textos, recortes de revistas, hilos, tipografías, fragmentos de color , dibujos livianos y tubos de pegamento. Cada obra es un capítulo de esos diarios acelerados de su travesía vital, es el desarrollo hacia la permanencia de lo fugaz. Y si en ellas los cuidados títulos son para el autor un guiño privado, una suerte de regla mnemotécnica que mantiene inalterable el olor de la experiencia que lo genera, para el espectador, estos títulos componen un juego Zen, el enunciado de un Koan abierto cuya resolución solo depende de sus propias intuiciones . El título/koan unido a la contemplación de la obra nos provoca recuerdos nítidos de lo que nunca vivimos, imágenes en fogonazos que nos enriquecen y completan la obra plástica. La respuesta al Koan de cada cuadro convierte al espectador en viajero por perturbadores y entrecortados itinerarios.
Y es así como sé que era fresca aquella noche de Kioto, resbalaban por la humedad los escalones de piedra, el hombre del diván de brocado parecía dormido, la música era triste y atonal como los ojos de la joven de verde con maquillaje imperfecto. Yo no protesté entonces cuando el Sake llegó frío.
Marta Moriarty (Enero 2004)